Hay excepciones históricas y geográficas pero el arte, en términos generales, no ha conseguido nunca escapar del mercado, es decir, del dinero y del poder. Es bastante paradójico si tenemos en cuenta la cantidad de artistas que, no consiguiendo aplicar técnicas cual la multiplicación de peces, han muerto en precarias condiciones económicas. Lo que es peor, han muerto siendo víctimas de una feroz infravaloración social inversamente proporcional a su posterior revalorización mercantil.
En algunos «homenajes» póstumos se han obviado tales circunstancias en pro de lo bucólico que no existió en sus realidades, un ejemplo reciente podría ser el personaje inspirado en Méliès, que se muestra felizmente anciano y retirado del celuloide en la que es, para mi, un fallido filme a nivel narrativo que sin duda puede alardear de una magia visual con toques maestros dignos de Scorsese. El verdadero padre de los efectos visuales, George Méliès, murió deambulando como mendigo, víctima de sus propias producciones, esas que ahora se restauran con esmero y son conservadas como tesoros en las filmotecas. Llegadas a este punto no sería justo dejar que este ejemplo concreto de seudo biopic sirviese para generalizar sobre los retratos cinematográficos del arte y las artistas. El celuloide siempre se ha visto atraído por estas temáticas y hay muy diferentes tratamientos de las variadas realidades, el director francés Martin Provost retrató la vida de Seraphine de Senlis de una manera fielmente irónica y cruda, como lo fue la realidad de esta mujer. Una artista que fabricaba sus propios colores con pigmentos que elaboraba a partir de elementos vegetales recogidos entre trabajo y trabajo como criada. Una mujer que vio reconocidas y pagadas sus dotes y que, precisamente víctima de ello, se volvió loca. Sus cuadros se pueden ver en los mejores museos del mundo, su vida en una pantalla.
Uno de los más ejemplarizantes casos de genios no reconocidos en la historia del arte es el de Vincent van Gogh, un hombre que revolucionó la concepción de la pintura pero que a duras penas sobrevivió por si mismo en una sociedad que, en su mayoría, no supo apreciar su trabajo. Ese mismo trabajo que llegó a alcanzar los 53´9 millones de dólares en una subasta realizada en el año 1987, con un lienzo titulado «Iris». Es irónico así mismo que un hombre preocupado por las diferencias socioeconómicas, que hizo imprimir con ayuda de su hermano Thèo veinte litografías de «Los comedores de patatas» para vender a precios muy asequibles a gentes de su alrededor que, además de tema, pasaban a ser público, se haya convertido en una figura capaz de vender cualquier tipo de merchandising, sostener varios museos, lanzar una y otra vez ediciones de las famosas «Cartas a Thèo»… y hacer extremadamente ricos a herederos e inversores, enfatizando aquello que tanto odiaba.
Pero si de arte hablamos, hablemos de mecenas, coleccionistas y cuadros de Picasso que cuelgan en cuartos de baño. Como dijo John Dewey en 1934, «en términos generales el coleccionista típico es el capitalista típico», y así lo ha sido desde antes incluso del tristérrimo nacimiento del capitalismo como sistema económico, político, social, cultural, alimentario… Los ricos coleccionan arte para mostrar su «rango» cultural, una forma bastante pobre de hacerlo, por seguir con las ironías. Las grandes empresas invierten grandes cantidades en eso que llamamos diplomacia cultural y así acabamos tal y como se había empezado. Recordemos la exclusividad de los primeros museos, cuyas visitas eran social y económicamente muy restrictivas, y pensemos ahora en las limitaciones impuestas en este tipo de instituciones, financiadas por dinero privado, a la hora de decidir qué exponer o no, a quién exponer o no. Ya sabemos cómo funcionan las inversiones, sea cual sea su producto. El objetivo principal, y en muchos casos único, es la consecución de una suma mayor a la invertida, lo cual implica exigir exhibiciones (mejor en este caso que el término «exposiciones») cuya afluencia y precio de entrada satisfaga tales objetivos, en detrimento de la calidad, de la variedad, del significado histórico y sobre todo de los nuevos talentos que se quieren establecer como creadores y no como vendedores.
Hablando de formas de limitar la exposición de arte y de artistas, una censura como otra cualquiera, acabo de recordar otra igual de actual e histórica, la censura religiosa. Históricamente está bien documentada pero deberíamos de recordar algunos de los más actuales ejemplos, como el que afectó al argentino León Ferrari y una retrospectiva de su obra en el Centro Cultural
Recoleta de Buenos Aires, atacada por el actual sumo pontífice de los católicos que consiguió su objetivo obligando a los comisarios a cancelar temporalmente la exposición, solo reabierta tras un proceso judicial. Y de la mano de la religiosa nos encontramos con la política, que sin ir más lejos se manifiesta recientemente en este estado a través de la feria ARCO y de la Fundación Francisco Franco, que consiguió sentar en el banquillo al escultor Eugenio Merino por esa irónica (y realista) obra que situaba al dictador en una nevera, conservándose a lo Walt Disney. Las denuncias, las presiones y la falta de tacto, no hicieron más que demostrar lo necesario de la obra de Merino, su actualidad. Y hace un par de días conocíamos la noticia de cómo el Gobierno de Vladimir Putin confiscaba, a través de la policía, los cuadros de Konstantin
Altunin que colgaban de una pequeña galería llamada Museo del Poder que, a
su vez, permanece cerrada por las autoridades. El artista ruso se refugia de
momento en Francia pero en su país permanecen encarceladas las Pussy Riot,
cumpliendo la condena de 2 años que se les impuso por cantar la «Oración
punk» contra Putin
En fin, que no me extraña que haya artistas que se decidan a enlatar su mierda (una manera tremenda de criticar la valoración económica de las creaciones artísticas y que Piero Manzoni vendió al precio del oro), a pintar billetes tan realistas que puedan ser empleados en cualquier transacción económica común (J.S. Boggs ha tenido por ello algún que otro problema con las autoridades de su país, aún no utilizando con este fin penado sus obras) o incluso a comer aire (Frida Kahlo escribió en su diario «pies para qué los quiero si tengo alas para volar»)… lástima que todavía quede un alquiler por pagar, una energía solar que… sin comentarios… ¡y luego son las artistas las que están locas!
Lo cierto es que la creación libre, el arte liberado y las creadoras que haciéndolo puedan vivir dignamente, solo serán posibles cuando como sociedad hayamos superado los sistemas económicos no sociales. Mientras tanto unos pocos elegidos (bajo criterios muchas veces criticables) serán quien de trabajar libremente y como sociedad seguiremos perdiéndonos a van Gogh´s potenciales. Con una renta básica universal seríamos un mundo mucho más rico… y artístico. Ahí queda. Seguro que las propuestas económicas de Christian Felber nos pueden deparar un mundo colorista.