Gustos, «me gusta», tweets y retweets. El tren de la libertad y otras ruedas. (2016)

Sucede que nos cansamos de nuestra pobre capacidad para entender realidades ajenas. Me incluyo en el «nuestra» entendiéndome parte de la humanidad y consciente de mis propias limitaciones en el campo. Esa identificación con el prójimo es precisamente una de las bases de esa humanidad y también una de las metas de muchas creaciones artísticas. Aún así el identificarse con realidades «lejanas» durante apenas unas horas no va más allá de eso, del acercamiento al que asistimos como espectadores pasivos (imprescindible e importantísimo, pero limitado). Decía el otro día Montxo Armendáriz en el radiofónico «El séptimo vicio» y con respecto a este medio (al séptimo, no al radiofónico), que parece que quizás el mero hecho de ver una película en torno a esas realidades ajenas se nos acabe por antojar una suerte de activismo, que viene de acción y que poco tiene ver con la pasividad. Pasa un poco como con las redes sociales, colgamos noticias, comentamos noticias, nos indignamos colectivamente con algunas de esas noticias, le damos a «me gusta» y cuando apagamos el ordenador nos sentimos de algún modo realizados como indignados héroes del micro mundo cibernético. Y no.

Si bien es cierto que el uso político, propagandístico y publicitario en general del cine, por centrarnos en un formato, se ha venido empleando desde su mismo nacimiento y ha sido catalizador de masas, origen de realidades ya históricas o fruto de modas pasajeras, la pasividad intrínseca del espectador ante una pantalla difícilmente desemboca en acciones independientes, entiéndase, no impulsadas por el discurso gramático de la película, sino por su historia temática y nuestra interacción personal con ella. Es posible que después de ver el «Blade Runner» de Ridley Scott queramos tomarnos una Coca- Cola (publicidad poco encubierta), pero al salir de ver «The Coca-Cola Kid» de Dušan Makavejev (realidades ficcionadas) no nos planteamos si sería mejor para el mundo dejar de tomarla… y la pedimos en el bar de la esquina, una franquicia cuyos beneficios acaban en la cuenta bancaria del mismo señor que controla el periódico que hay en la barra y que es íntimo amigo del que le gestiona la cuenta en el paraíso fiscal que gobierna un demócrata liberal cuyos pactos con el dictador de turno le reportan enormes beneficios para su «país». Fronteras, países, patrias, «tu patria son tus amigos» diría Federico Luppi bajo la dirección de Aristaráin, y los amigos no entienden de fronteras, digo yo.

Pero aún entendiendo sus limitaciones, el cine o las redes sociales no dejan de ser catalizadores alimentados por aires de movilización social y de transformación cultural y política. No sólo dando cuenta de la historia sino que también actuando como fermento de ella. Hay ejemplos nefastos como las producciones de la UFA nazi, hay ejemplos tristes como el servilismo de Hollywood para con el Pentágono, los hay interesantes como el cine de propaganda soviético de la mano de grandes renovadores del lenguaje audiovisual como Eisenstein y los hay inspiradores, como las nuevas olas europeas o latinoamericanas. Para todos los gustos.

Pero volvamos a las redes sociales porque fue de ellas que surgió la necesidad de reflexión a grandes rasgos plasmada en este artículo. Resulta que un periodista de Radio Nacional tuiteó que un cortometrajista se felicitaba por las descargas, porque así conocía «más grupos y pelis», y a continuación decía que a sus 30 años este cortometrajista volvía a vivir a casa de sus padres. Relacionar el hecho de que una persona de 30 años, en este país (en este mundo), tenga que volver a casa de sus padres con la felicitación que éste se hacía por las numerosas descargas de uno de sus cortos (entendamos de visionado y descarga gratuita a través de algún servidor), resulta cuando menos un poco demagógico, algo irresponsable y bastante alejado de la realidad social en que vivimos inmersos (la mayoría, no todos)

Lo cierto es que hay miles de personas haciendo cosas interesantes en el mundo del audiovisual, y de la creación en general, a día de hoy. Esas personas, en su mayoría, comparten sus obras en internet, generalmente ofreciendo su visionado gratuito y muchas de ellas también con la opción de descarga. A algunas de esas personas les gustaría vivir de hacer ese trabajo. A algunas otras no. Las primeras, además de compartir, promocionan. Y he aquí que os dejo mi reflexión personal, en forma de entrada de blog, así, la red articula de nuevo ideas a través de fragmentos que pueden pasar a ser parte de un todo: http://carmenpggranxeiro.com/blog/arte-por-amor-y-otra- formas-de-dignificar-tu-vida-.html

No voy a hablar de los beneficios sociales, culturales y educativos de licencias como las creative commons, tampoco voy a hablar de la SGAE, de los cánones, o de los arrestos en Pirate Bay, ni de la ya habitual práctica de arrancar trozos de paredes con graffitis y venderlos en galerías de arte, por supuesto sin permiso de sus creadores. En general para tratar este tema me quedo con el documental de Stephane Gruesso, «Copiad, malditos, copiad», el primero con licencia creative commons, que trata precisamente sobre estos temas, y emitido por nuestra televisión estatal (nótese el «nuestra», adjetivo ya difícilmente aplicable)

Hay algo en la creación más allá de las ambiciones sociales y/o económicas. Si no lo hubiese ni este periodista ni ningún habitante de esta realidad espacio-temporal podría ver la obra de Modigliani, que murió pobre y tuberculoso, o la de Monet, la pintura de Gaugin se hubiese quedado en el parqué de la bolsa, trabajo que dejó para vivir en la más absoluta austeridad, y de hecho el impresionismo podría no haber existido, con ello probablemente el expresionismo no habría sido lo que fue y a su vez el neorealismo italiano de filmes como «Alemania, año cero» de Rossellini, no hubiese influido como lo hizo en el cine contemporáneo. Al igual que las aportaciones recíprocas entre las distintas disciplinas artísticas las hacen crecer y evolucionar, las aportaciones personales al mundo nos permiten avanzar y mejorar. Sin la rueda no hubiésemos sido quien de construir pirámides, sin Strindberg no sería lo mismo el cine de Bergman.

Y el todo se puede desfragmentar y recomponer. Infinitamente y cada vez con nuevos resultados. Una variedad inalcanzable en la soledad del copyright, imposible en el reducto de lo «rentable».

Los fragmentos y el cine nos podrían llevar a Godard, pero «El Tren de la libertad» se antoja un ejemplo edificante, de actualidad y especialmente importante para mi, como persona y mujer. Esta película se enfrenta a un gobierno neo fascista y por tanto también machista. Se enfrenta no solo a nivel temático sino también formal, partiendo de un sistema de producción ajeno a la industria, generado íntegramente por personas feministas y dirigido por las mismas mujeres que ven sus derechos restringidos por estas políticas gubernamentales. Se lo debemos a más de sesenta profesionales del audiovisual que, a partir de un correo-e de la cineasta Chus Gutiérrez, articularon en apenas unas horas una película para documentar la llegada de ese tren a Madrid, la luchar por los derechos de todas. Construyendo un relato colectivo cuyos objetivos políticos están muy por encima de cualquier moneda.

Esas mismas monedas que sí articulan a un gobierno que baja el IVA del mercado del arte al 10%, mientras mantiene el 21% del IVA de la cultura. Dejando todavía más claro para quiénes y porqué gobiernan. Para los que pueden comprar arte, cual inversión financiera, y no para los que la desean como bien común, como necesidad educativa, social y evolutiva. Para aquellos que comercian con trabajos ajenos y con el objetivo único del lucro, y no para quienes aportan a la construcción colectiva del mundo. Está muy bien bajar el IVA del arte pero está muy mal hacerlo únicamente por razones neoliberales, está muy bien si incentiva que los artistas puedan (sobre)vivir de su trabajo pero no si lo único que busca es reactivar un mercado de intermediarios. Estaría muy bien si las razones fuesen las correctas, porque las razones correctas llevarían a un IVA reducido para la cultura, la de todas, la compartida, la que nos hace lo que somos.