Yo no soy feminista, soy igualista.
Y como es un hombre con un par de cojones, se inventa la palabra y se queda tan ancho.
He tenido esta conversación.
Yo no soy homófobo, y estos gays me discriminan por ser hetero.
Y como no sabe lo que es que te discriminen, lo deja caer porque se lo cree.
He tenido esta conversación.
Yo no entiendo que metan a personajes de minorías por todos lados.
Y como en su mundo él es el sol, realmente no lo entiende.
He tenido esta conversación.
En realidad son conversaciones que he tenido a medias. Porque no son conversaciones. Son quejas. Quejas que provienen de hombres blancos cis heteros que siempre creen en la igualdad, tienen amigos gays y son muy fans de la libertad de expresión. Hasta que la igualdad llama por su nombre a sus privilegios y ellos no quieren moverse de su statu quo. Hasta que los amigos gays, o las amigas lesbianas, les recordamos la violencia que hemos sufrido toda la vida y lo importante que es trabajar desde el conjunto de la sociedad, lo cual los incluye, en revertirla. Hasta que esa libertad de expresión implica que también ellos pueden ser juzgados, debatidos, rebatidos.
Pero estas palabras no las escribo para ellos. Las escribo para mí. Porque estas conversaciones-quejas suelen perderse en razonamientos que obvian realidades y porque cuando una parte no quiere debatir sino quejarse, el debate es yermo. Y aburrido. Y, de hecho, no es un debate.
Para rebatir las quejas de este tipo de hombre hay ya mucha literatura, no me voy a extender en ello. Y digo de este tipo de hombre porque obviamente no todos los que responden al perfil cis hetero blanco son inconscientes de lo que sus privilegios implican en su percepción del mundo. Los hay que se forman, se deconstruyen, escuchan, aprenden y evolucionan. Y son muchos. Muchísimos. Son los que van a una manifestación del 8 de marzo y acatan las preferencias de la organización caminando en la parte de atrás sin quejarse, en alto, de porqué no pueden ir donde quieran, de porqué si es igualdad ellos tiene que ir atrás, de porqué ningún hombre sostiene la pancarta principal. Hay muchos artículos que lo explican, no nos aburramos con lo que para muchas personas esto es ya, por fin, una obviedad.
La queja siempre está ahí. Hacía meses que quería escribir respondiendo a ésta y en este tiempo he escuchado más. Últimamente he oído muchas dirigidas a los, las y les guionistes del mundo de la creación y/o de la producción cultural. Porque el statu quo del hombre blanco como personaje esencial y omnipotente peligra. Y hay que quejarse. No vaya a ser que dos mil años de producciones culturales girando en torno a ellos se desmoronen y dejen ver algo de una diversidad que, en su mundo, no existe. Suelen vivir en mundos pequeños, los de las quejas, digo.
La pregunta no es, cómo es posible que ahora “siempre” haya un amigo gay en la trama. No es, porqué ahora meten a un vecino negro o a una vecina trans en la historia. La pregunta es, cómo es posible que esto te moleste lo suficiente como para quejarte en alto y doscientos años de representaciones racistas, machistas y lgbtfóbicas no te hayan sonsacado ni un solo comentario crítico al respecto en toda tu vida. Y esa es la respuesta: tu vida.
En la ficción tú eres el bueno de la película, siempre, y también el malo, a veces. Tú eres el abogado que defiende al personaje negro falsamente acusado, el que salva a la chica en apuros, el que habla con los extraterrestres en nombre de toda humanidad. O al menos lo eras. Por eso no te convence que Charlize Theron pusiese cara (y cuerpo, pero no el hipersexualizado que quieres ver en ella) al personaje protagonista de Mad Max. Porque Max dejaba de ser el protagonista.
En tu vida no hay una infancia en la que hayas escuchado continuamente que no puedes ser como eres, o que eres inferior a otros, o que no tienes derecho a usar la ropa que te guste, o que la persona que te gusta no te puede gustar. No te has pasado la adolescencia leyendo libros, viendo películas o escuchando música en la que tu realidad no existe o, de hacerlo, es la del papel secundario o la de la víctima, cuando no la del personaje malvado. Y en los secundarios es donde nosotres, a veces, nos podíamos ver. En las víctimas, en los asesinos, en los enfermos, en quienes lo perdían todo al final de la historia, en los marginados, los ridículos. Igual por eso, para lo bueno y para lo malo, hemos desarrollado una piel más dura, menos propensa a la queja. Hemos desarrollado también estrategias, sociales e individuales, para darle la vuelta a la tortilla. Los gays se reapropiaron del término, en origen despectivo y hoy casi polisémico, de maricón. Y las cosas, ya se sabe, no son como empiezan. Las personas negras norteamericanas toman para sí la palabra que empieza por N para las demás y, aunque tú no lo entiendas, tienes que respetarlo porque tu historia no tiene nada que ver con la suya, porque por mucho que empatices hay decisiones que no te conciernen.
Y porque por mucho que empatices, nunca serás otra persona. Nunca habrás sufrido toda esa violencia cotidiana. Nunca sabrás cómo serías de haberlo hecho, cómo sentirías, cómo pensarías. Identificarse con una persona no es lo mismo que ser esa persona. Identificarse ha de servir para entender que ni de cerca somos capaces que saber lo que es haber sido vejade toda tu vida, en todos y cada uno de los aspectos que influyen en tu desarrollo.
La empatía es muy necesaria, es imprescindible, pero para hacer buen uso de ella se han de reconocer sus limitaciones.
Volviendo a las estrategias y a las reapropiaciones, merece mención a parte eso que Alberto Mira llama Miradas Insumisas, en su ensayo homónimo publicado por Egales (si, amigos cis heteros, sigue siendo necesaria una editorial dedicada a la literatura lgbtiq, igual que sigue siendo necesario el día del Orgullo) Mira es un profesor de cine, gay, que reflexiona aquí sobre cómo les espectadores del colectivo lgbtiq nos hemos reapropiado de las zonas de penumbra, de las fronterizas. Analiza cómo hemos convertido las ambigüedades en aquello que necesitábamos o queríamos desde el punto de vista del espectador. Así, escribe Mira, Top Gun es nuestro, es gay. Y seguro que una mirada cis hetero nunca la ha leído así, tampoco la mía lésbica, he de decir. Pero sí me reapropié en su momento de la Catherine Deneuve de El Ansia, ella fue mía, nuestra, más allá del final heterocentrista de Tony Scott.
Esta estrategia no ha sido nunca unidireccional, desde les espectadores, y muchas veces desde la propia creación artística se ha convertido aquello que éramos en una ambigüedad para que pudiese salir adelante en el mundo tradicionalmente testosterónico de la producción, de la pasta, de los medios. Y no me acuséis de añeja, no tengo que hablar de Cukor porque la cosa no queda lejos y, si escuchamos a las creadoras de The Matrix hablando sobre la transexualidad en el subtexto de su saga, no podemos sino responder con esto en mente al porqué su protagonista está encarnade por un, supuestamente, hombre cis hetero blanco. Esto fue en 1999, ahí al lado para algunes. ¡Larga vida a las Wachowski!
Llegada a este punto, ojo, que las quejas tampoco son patrimonio de ellos. Desde lo cuir nos hemos enfundado el traje para exigir representaciones positivas y perfectas en su muestra de la diversidad. Pero amigas, si hemos sacado jugo a la vampira de El ansia, ¿de verdad que no podemos dejar de cargar a las producciones culturales con la imposible responsabilidad de representar a todo un colectivo? Esta idea la tomo, de nuevo, de Alberto Mira. Y sí, hemos llegado (no sin esfuerzo) a ese punto en el que queremos, también, ser les males de la peli. Porque hemos llegado a ese punto en el que no solo somos les males. Hemos llegado, o estamos en ello, al punto en que somos vecines, en que aparecemos en la trama porque si, porque existimos. Y en que se dedica al menos un plano a mostrarnos, aunque el mostrarnos como quienes somos ni siquiera sea imprescindible en el desarrollo de la historia o sea incluso innecesario o accesorio.
Hemos llegado, o estamos en camino, y no es el momento de quejarse por ello. No sé siquiera si ese momento llegará, si lo llegaremos a ver quienes existimos hoy. Pero sé que ahora es el momento de disfrutar, aprender y desaprender, de dejarse rodear de una diversidad que, de hecho, representa la realidad mucho mejor de lo que ha hecho la cultura hasta ahora. Sí, generalizando que es gerundio, perdonad. No olvido que excepciones las ha habido siempre. Antes que a Theron vimos a Sigourney Weaver con el pelo rapado fusil en mano. Muchas excepciones y algunas grandiosas a lo largo de la historia del cine, de la literatura, de la pintura… He hablado aquí de la cultura de masas, por así decir, porque es precisamente esta la que suscita las quejas, que en las cosillas culturales de público minoritario no molestamos y casi nunca lo hemos hecho. Estas producciones pequeñas se han salvado habitualmente de las censuras oficiales y, casi siempre, de las quejas de esos algunos hombres blancos cis heteros.
Me es imposible olvidar todas esas excepciones que nos han mantenido muchas veces a flote en nuestra otredad porque llevo toda mi vida buscándolas. Y cada vez que las he encontrado me he recreado en ellas con muchos visionados, muchas lecturas, muchas miradas. Porque eran pocas y yo necesitaba más. Me reapropié de las cantidades tanto como de las cualidades.
De cualquier forma esa búsqueda, a veces desesperada, nunca me ha impedido disfrutar de los personajes de hombres blancos cis heteros. A pesar de esa búsqueda, constante en mi vida, no he dejado de leer libros, ver series o escuchar música. Es más, la gran mayoría de producciones culturales a las que he tenido acceso a lo largo de mi vida han sido aquellas en las que un hombre blanco cis heterosexual era el protagonista, o la divinidad, o la normalidad, o el autor y por tanto punto de vista último. Y me han encantado. No estaría de más que este camino fuese ahora recorrido a la inversa. Sin quejas. Con disfrute.
Precisamente por ello el ‘querido’ del título no es irónico.